4/9/09

El ojo

Cuando nos mudamos a la casa quinta de Mercedes escapando de la contaminación ambiental y la inseguridad creciente de la ciudad empecé a sentir que alguien me vigilaba. Por irracional que pudiera parecerme, sentía en todo momento una mirada clavada en la nuca que me hacía voltear la cabeza para encontrarme con nada. Mientras escribía o leía el periódico me acosaba la certeza de tener a alguien que leía por sobre mi hombro y comencé a percibir ciertas reacciones de desaprobación y disgusto durante algunos párrafos que sin lugar a dudas no coincidían con mi forma de pensar habitual. Esto sucedía principalmente cuando escribía palabras eróticas o leía un relato que contuviera escenas de desnudo o de sexo. Más tarde comprobé que me sucedía lo mismo con los programas de televisión o películas que mostraban personas ligeras de ropa.

Mi inquietud empezó a hacerse notoria incluso para Claudia, mi esposa, que me miraba con preocupación cuando buscaba debajo de la mesa o de la cama al sujeto escurridizo que no solo me espiaba sino que me insuflaba una moralina de la cual siempre me había jactado de carecer. Incluso ahora mismo que estoy escribiendo esto, me resulta imposible usar los términos vulgares que habría utilizado normalmente. Por esos días me sorprendí reprendiendo a Julieta por usar la falda demasiado corta y amonestando severamente a Joaquín por tocar públicamente sus partes pudendas. Era sorprendente oírme a mí mismo diciendo esas cosas pero lo más sorprendente era la forma en que las decía. Muy pronto esta situación generó en mi familia un consenso poco común, ya que todos se pusieron de acuerdo para sugerirme que me tome vacaciones.

- Tenés un estrés de puta madre, Eduardo. Estás cuasi paranoico. Me decía Claudia.
- ¡No digas esas groserías, por el amor de Dios! - Le contestaba yo, lo que profundizaba aún más las arrugas de su entrecejo, puesto que yo amaba decir groserías y era irreductiblemente ateo.

Mi conducta empezó a tener alteraciones también en actitudes y costumbres cotidianas: cerraba las puertas con llave para ducharme y vestirme, y cuando me sorprendía mi esposa me cubría rápidamente los genitales con una toalla. Ya no pude hacer el amor con la luz encendida, lo hacía con el pijama puesto y terminaba rápidamente. Me sentía incómodo en la intimidad. La mirada en la nuca ya había traspasado la epidermis y su relato no-verbal condenatorio formaba ya parte de mi cerebro controlando mis actos y mis dichos. Había apenas una luz de conciencia del mí mismo autentico y esto me sumía en una impotencia que no alcanzaba a exteriorizar.
La noche en que me negué a tener relaciones y me arrodillé pidiendo perdón en voz alta por mis pecados, Claudia me insultó de una manera atroz y se fue de casa llevándose a los chicos. Este hecho que hubiera resultado dramático en otras circunstancias, constituyó un enorme alivio porque mi controlador ocupante durante algunos días me dejó vivir en paz.

Solo cuando me hizo retirar la mano del pene al orinar y me mojé todo el pantalón y la tabla del inodoro, mi retazo de conciencia libre se llenó de furia y decidió salir en busca del intruso que me estaba poseyendo.
Tenía que estar dentro de la casa quinta, porque no me había permitido salir de ella por más de seis meses.
Cuando intentaba dirimir por qué lado de la enorme casa empezar a buscar, posé la vista casualmente en el enorme cuadro que presidía el linving comedor y allí se hizo la luz en mi mente. El abuelo José. El abuelo Jose, viejo sátrapa que había dejado los hábitos monacales para huir a América y casarse con la abuela Carmen. El abuelo José, que me hacía poner la mano sobre la mesa para pegarme en los dedos con el mango de la cuchilla o me hacía lavar la boca con lejía por decir malas palabras. El abuelo José, que había perdido el ojo derecho en un incidente que nunca fue aclarado pero en voz baja se mencionaba como un acto de autoflagelación.

Busqué la llave del sótano que afortunadamente estaba en su lugar en el cuarto cajón de la derecha del escritorio del abuelo. Bajé los escalones con apuro obedeciendo al instinto que me decía que esa luz de conciencia de mi mismo se extinguiría en cualquier momento. Tropecé con algo y caí rodando escaleras abajo golpeándome la cabeza un poco, pero aun aturdido alcancé a enfocar la vista en el objeto buscado.

El frasco asomaba desde el último estante, el más alto. Acerqué la escalera de metal y lo bajé conteniendo las náuseas. El ojo de vidrio del abuelo José flotaba dentro de un líquido oloroso y putrefacto por el paso de los años. La parte blanca estaba amarillenta y alrededor emergían babas verdosas como algas y yo tenía la convicción de que si lo miraba directamente volvería a helarme la sangre como cuando era niño.

Me temblaban las manos cuando lo arrojé al suelo y lo pisotee con todas mis fuerzas. El ojo rebotaba de acá para allá sin romperse hasta que quedó atascado en una grieta del piso de madera y ahí vi mi última posibilidad de liberación. Con un solo mazazo certero el ojo estalló en mil pedazos y uno de ellos me pegó en la cara, lo que me impulsó a seguir dando martillazos hasta que quedaron reducidos a minúsculas partículas. Sacudido por temblores, escapé del sótano llevándome un bidón de kerosene que tomé a la pasada.

Cuando llegaron los bomberos yo todavía soltaba a grito pelado el rosario infinito de malas palabras que había sido obligado a reprimir durante la posesión. Sin embargo me resulta imposible reproducir ese tipo de palabras por escrito. Tampoco puedo sacarme de encima este estilo afectado y ceremonioso. Finalmente el abuelo José consiguió lo que quería: arruinarme la ascendente carrera como escritor de relatos eróticos.

Publicado en El club de la Serpiente 
el 29 de agosto del 2009

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