8/9/09

Toda mi fortuna y frases hechas

Nunca le di mucha credibilidad a los dichos populares, pero era probable que esa mañana me hubiera levantado con el pié izquierdo. Después del anuncio de Violeta que me hizo atragantar con la porción de cereales con yogur que constituía mi único alimento sólido hasta la cena, al intentar pasar el delineador por el borde del párpado inferior me metí la punta del lápiz en el ojo y sin tiempo de reparar el daño tuve que salir a tomar el colectivo con dos surcos de lágrimas negras que me llegaban hasta la mandíbula. No podía llegar ni dos minutos tarde al trabajo a cuatro días de haber empezado, así que llegar con esa facha era lo menos grave. O no. Que horror.
-Me voy a vivir con Sebastián.- me había dicho Violeta sin anestesia.
Que mi mejor amiga formalizara la relación con su pareja me hubiera caído mucho mejor si no fuera porque me dejaba como única heredera de los gastos del departamento que alquilábamos, hasta ese día fatidico, compartiéndolo todo.
- A lo hecho, pecho. Te deseo lo mejor. - le dije al mismo tiempo que me sorprendía por esa súbita manía de apelar a frases hechas.
-Claro, a mi que me parta un rayo, total ella se va muy contenta con su noviecito sin importarle si yo sobrevivo o muero de inanición.- iba pensando mientras trataba de limpiarme la cara sin caerme en alguna frenada.
-No llores, linda, los hombres son todos iguales, no vale la pena.- me decía la señora sentada a la que le encajé el maletín y la cartera para tener las dos manos libres. Le iba a contestar pero el chofer clavó el freno y me mandó cinco asientos más atrás. Cuando pude volver, el nene más chico había abierto el maletín y estaba jugando con mi netbook mientras la afligida mamá discutía con el hombre de atrás porque el nene lo había escupido en la cara.
Con una pelota de cereales atravesada en el esófago, los ojos como Bette Davis con insomnio, la perspectiva de tener que salir a prostituirme para pagar las expensas y el trauma psicológico por el concubinato de mi mejor amiga, entré triunfante al edificio del Congreso para tomar posesión de mi cargo en la sala de periodistas.
Por ahora solo servia café y limpiaba, pero ya verían quien es quien cuando terminara mi novela y fuera más famosa que Isabel Allende.
Un choque que desparramó íntegro en el piso del pasillo del Congreso el contenido de mi maletín me sacó de mis elucubraciones revanchistas.
- ¡Uy! Disculpame, no te vi.- me dijo alguien que evidentemente mentía porque la que no había visto al oponente por el constante lagrimeo de mi ojo destruido era yo.
Cuando pude distinguir entre la niebla a quien me había chocado tuve que pestañear varias veces para convencerme de que no era una ilusión óptica.
Esa sonrisa plantada en medio de esa cara hubiera sido reconocible hasta con una miopía severa: era la misma cara que nos sonreía a todos desde los enormes carteles publicitarios de la última campaña electoral. Era él, el diputado más famoso. Y me pedía disculpas a mí. Y me preguntaba que hacía. Y juntaba todas mis cosas del suelo. Y me seguía hablando. Y guardaba un pack de protectores diarios sin ponerse colorado. Que amor.
Cuando se alejaba después de un intercambio de frases de rigor, dichas todas por él y a las que no pude responder más que onomatopeyas y taradeces, un rapto de naturaleza inconsciente me impulsó a decirle:
-¡Diputado! Disculpe, tal vez sea un atrevimiento de mi parte pero querría pedirle un favor, si no es mucha molestia…
El accedió con amabilidad e interés y me invitó a pasar por su despacho más tarde porque en ese momento tenía que ir a una reunión de comisión.
Menos mal, pensé, así tengo tiempo de inventar algo que sea más creíble que pedirle una entrevista para una ignota revista de un centro de estudiantes inexistente.

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