20/2/10

Saray, una historia polvorienta. Parte 1

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Por esos años, las jovencitas de mi pueblo que no quisiéramos terminar solteronas y al cuidado de nuestros padres en su vejez, teníamos dos opciones. Encontrar al hombre que nos llevara al altar o ejercer la prostitución en la casa de citas más popular de la Patagonia, con opción a ascender y brillar en los prestigiosos cabarets de la gran capital.

Mientras mis congéneres consumaban gualichos para el buen matrimonio o aprendían francés para ser putas con glamour, yo encontré una tercera salida y me fui con el circo que cayó al pueblo al otro día de cumplir mis 16.

Llenarme del polvo de los caminos con un grupo de gitanos desconocidos me pareció mucho mejor que quedar a merced del polvo de pueblo que se acumularía sobre mi retrato de bodas o mi traje de meretriz.

Se trataba de esclavitud segura o libertad probable, y no dudé ni un segundo cuando Adonay el gitano me invitó a seguirlo, no por mis condiciones para el arte circense, sino por la doble dureza que se levantaba bajo la tenue seda de mi blusa.

Cuando Adonay se prendió extasiado a mis pezones vírgenes no tuve miedo.

La familia del niño calé no permitiría la unión formal con una payo, y pasado un tiempo yo quedaría libre y lejos del pueblo y su pátina polvorienta. Y así fue.

Mientras la pasión del joven se debilitaba bajo la presión de la familia Amaya, yo desarrollaba el arte que me haría finalmente libre: la danza.

Descubrí que la danza no solo me hacía libre de cuerpo y alma mientras me entregaba a ella, sino que también me haría independiente si sabía utilizarla como medio de vida.

Así fue como dejé atrás los carromatos y los asedios nocturnos de Adonay cuando un empresario visionario dueño de un bar de mala muerte me contrató para que le baile a sus parroquianos estables y marineros de paso en el floreciente puerto de Mar del Plata.

De mi periplo con los gitanos me quedó mi arte y el nombre que llevo hasta hoy, Saray.

La anciana hizo una pausa en el relato que su nieta seguía atentamente cuando en el álbum de fotografías que hojeaban apareció esa foto. La de ella, Saray, luciendo un vestido de novia.

- Entonces, abuela, ¿cómo fue que conociste al abuelo?-. Preguntó la niña tratando de sacar a la anciana del espacio al que había entrado con la voz quebrada y los ojos turbios.

- Bueno, esa es una larga, larga historia, mi cielo. Te la contaré otro día. Ahora quiero descansar.

Continuará


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